La ventana se rompió en un sinfín de pedazos que saltaron al suelo haciendo un ruido que le pareció tan estrepitoso como una mazmorra de torturas del Tribunal del Santo Oficio allá por su época más radical. Levantó el cuerpo de la misma y entró en la casa, tras un fugaz vistazo se dio la vuelta y la ayudó a entrar. Cuando entraron dentro de la casa y encendieron las linternas la observó curioso. Le fascinaba el contraste enorme entre esa casa abandonada y ella. Sus zapatillas de tela negra rotas, sus vaqueros de pitillo, su sudadera de color rosa, nada tenían que ver con aquella casa. Entraron al comedor donde, encima de la mesa de color caoba un enorme CANDELABRO que descansaba testigo de tantas y tantas cenas y comidas familiares que allí debieron celebrarse. Volvió a mirarla, la idea de entrar en una casa abandonada le excitaba y aterrorizaba al mismo tiempo. No podía quitarse de la cabeza la idea de que la policía les descubriera y acabasen por dormir en comisaría. Pero en seguida descartó semejante ocurrencia. Pensó que si creía eso les cogerían seguro. Subieron al piso de arriba y entraron en una habitación. Por el contenido de los cajones y el armario dedujeron que había sido de un hombre, una GABARDINA negra, gruesa como nunca antes la vio, descansaba colgada de un perchero en una esquina. Un cortapuros yacía apoyado en un reloj de muñeca con un estuche de habano a unas pocas motas de polvo de distancia. Bajaron las escaleras y se dirigieron a la cocina, encima de un estante una COPA de vino se erguía, solitaria, majestuosa y a la vez imponente, como si pretendiera reinar sobre todos los objetos que en aquella sala había. La luz que entraba por las cortinas la atravesaba dibujando formas en la pared que rozaban lo subjetivo. A él una le parecía un gato. A ella un perro. Pero esto son pequeños detalles sin sentido transcendente en esta vida. Buscando su objetivo, la guió hasta el jardín. Una gran extensión de hierba y setos tan descuidados que parecía una jungla. Una jungla densa, oscura, lúgubre y sobrecogedora. Sintió que le apretaba la mano más fuerte y respondió haciendo lo propio. Finalmente, tras mucho caminar, llegaron a su destino. Encima de una pequeña loma en la que la hierba hacía un minúsculo claro, había un pequeño quiosco. Sus columnas primero cilíndricas, se elevaban sujetando el tejado donde al tocar con éste se convertían en prismas. Era difícil asegurar su color debido a la noche, pero parecía ser blanco y azul ultramar. Se sentaron en las escaleras y él la rodeó por encima del hombro y la estrechó entre sus brazos. “Gracias por estar aquí. Mira”. Señaló un RÍO de pequeño caudal que atravesaba la finca. La LUNA rielaba en sus aguas, danzando como si pretendiera hipnotizarles. Miraron arriba y la vieron llena, como nunca la habían visto, cercana, humana, casi como si quisiera acercarse tanto a ellos que pudiera acariciarles y sin embargo el sol, al otro lado del mundo se lo prohibía por celos y envidia. Tras observar las estrellas durante largo rato tumbados, con la cabeza apoyada en el hombro del otro entraron a la casa y buscaron. Buscaron sábanas más o menos limpias, e hicieron la cama, tras esto, ella le empujó encima y, despacio se despojó de su sudadera. Él la miraba embelesado, dejándola hacer y disfrutando del momento. Luego llegó su turno y ella se sentía viva y deseada deseada mientras él moría de deseos. Después, se metieron debajo de las sábanas y jugaron. Jugaron a amarse como sólo los enamorados juegan. Y así, poco a poco la luna iba avanzando por el firmamento arrollando alguna estrella de vez en cuando y eclipsando a otras con su resplandor mientras temblaba sobre las aguas del río como ella temblaba con cada vez que él jugaba un poco más. Finalmente se despojaron de las sábanas y bajaron a la cocina. Y allí, a las luces que la COPA producía en la pared volvieron a jugar al amor. Luego, agotados de tanto jugar, como niños después de pasar un día entero en el parque, subieron a la cama a dormir. Al fin y al cabo no eran más que niños grandes. Antes de dormirse él encendió un cigarrillo que fumaron compartiéndolo. Ella se quedó dormida primero y él poco después… con la colilla aún en la mano.
El jefe de bomberos vio el HUMO saliendo de la espesura y temió lo peor. Movilizó dos dotaciones completas y se dirigieron al foco. Pero si sus temores eran terribles, peores eran ahora que vio la moto aparcada en la puerta de la casa que tantos y tantos años llevaba abandonada y que ahora, sin dejar lugar a dudas de por qué, tenía una ventana rota. Las llamas afloraban por el MARCO de la puerta ya calcinada y parecía que no dejarían entrar a nadie. Tras muchas horas, bien entrado el amanecer, cuando, por fin hubieron extinguido el incendio, subieron a explorar junto una dotación de la policía para esclarecer las causas del fatal incidente. Al llegar a la habitación el corazón del jefe dio un vuelco como pocos había dado en su vida. Allí acurrucados en una esquina, dos cuerpos calcinados hasta la saciedad que se abrazaban fundiéndose en uno. Como dos rojas lenguas de fuego que se unen para formar una sola y desaparecer. Dirigió su mirada a la cama y observó detenidamente la colilla. Seguramente había sido la causa del incendio. Sobre la mesita de noche una pulsera de plata descansaba casi totalmente derretida. Una pulsera que él había regalado y que conocía bastante bien. La pulsera que regaló hacía ya dos años a su hija…
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