jueves, 22 de julio de 2010

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Mientras seguía caminando perdido en sus pensamientos, cogió la colilla y la tiró a una alcantarilla cercana que allí había. Y no se le pasó ni un segundo por la cabeza que, ese gesto, tan habitual, tan insignificante, esa tontería, implicaba que su colilla viajase a través del agua por el alcantarillado de toda la ciudad hasta llegar a la depuradora de aguas. Pero no era él solo, era una ciudad, era un mundo de fumadores que tiraban sus colillas con la misma indiferencia que él. Y a veces, no existía la fortuna de que fuesen a la depuradora donde serían retiradas con filtros y posteriormente “procesadas” pero este es otro pensamiento que será ocurrido a posteriori.
Nuestro hombre siguió su camino, y llegó a un parque, donde había una estatua. Nunca le había gustado. Desde el primer día empezó a corroerse y oxidarse. Siempre se preguntó por qué harían estatuas así. Lo que desconocía es que era fruto de los ácidos que se formaban en la atmósfera producto de las emisiones de fábricas y otras fuentes y caían de nuevo disueltos en el agua de la lluvia para, al contacto con el metal de la estatua, reaccionar espontáneamente y deteriorarla como él veía con el paso de los días.
Prosiguió su camino y llego a su lugar de trabajo. Entró en un portal cuya puerta, valga la redundancia, era acristalada sujeta en barrotes de un color negro azabache que raspaban cuando los rozabas con la mano como un papel de lija fina. Entró, a su derecha había un espejo enorme de grandes dimensiones y, enfrente a éste, una planta horrible de esas de plástico que sólo se usan como ornamenta barata y nada tienen que ver con el más ínfimo e insignificante bonsái. Subió unas escaleras de mármol de una forma casi instintiva, pues de tantas y tantas veces que había hecho ese recorrido se lo conocía de memoria. Llegó al fin a uno de los rellanos en el que llamó a una de las puertas. La letra dibujaba una perfecta C destacando en blanco sobre un fondo de color negro mate como una luna menguante sobre el cielo de la ciudad que impedía totalmente ver las estrellas que sobre ella se extendían como una sábana para mecerla todas las noches suavemente y, sin embargo, ella se pusiera un velo, un antifaz, que la impedía apreciar esto y la obligaba a vivir en un mundo aparte. Entró y pasó a una de las dependencias, donde procedió a cambiarse.
Se cernió una bata de color blanco, impoluto, tras quitarse la chaqueta y colocarse la camisa. Se despojó también de sus zapatos y se calzó unas zapatillas especiales. Se sentó en el sillón de cuero y encendió el ordenador. La pantalla centelleó con un Bip que sonó de la torre. Tras cargar el sistema operativo, procedió a iniciar el programa. Una vez hecho esto se tomó la libertad de ver lo que le tocaba ese día. Unas reconstrucciones, alguna revisión, empastes, extracciones… Más o menos llegó a la hora de comer con la mañana apañada. Salió de la consulta y cruzó la calle. Un poco más a la derecha había un restaurante de comida rápida y a la izquierda uno de parrilla.
Se metió sin dudarlo un segundo en el de parrilla y pidió menú del día. Hoy tocaba sopa de marisco y de segundo chuletas de cerdo picantes. Saboreó cada bocado disfrutándolo la carne hecha al punto justo y después pidió el postre, arroz con leche y un café solo largo. Tras esto, hizo la sobremesa mientras leía el periódico. Viendo, curiosamente una noticia sobre el restaurante de la esquina de al lado, ese de comida rápida…

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